miércoles, 21 de octubre de 2015

LA VOZ EN LA CARACOLA



Hoy, 21 de octubre de 2015, se cumplen 210 años, dos siglos y una década exactos, de la batalla de Trafalgar. Por ello, he querido regresar a mi blog y romper este "silencio" de muchos meses para compartir el apéndice final de la segunda de mis novelas, dado que el papel protagonista lo desempeña, sin lugar a dudas, ese tremendo combate naval. Su nombre es La voz en la caracola y es lo suficientemente largo como para compensar con creces todas las entradas que tengo en mi "debe" más que de sobra, pero creo que la ocasión lo merece. En su día, algunos se sorprendieron al leerlo, ya que a primera vista nada o casi nada tiene que ver con la novela a la que acompaña pero, escarbando un poquito más, puede que existan muchos lazos ocultos por descubrir. En cualquier caso, creo que es una "revisión" bastante original de la batalla de Trafalgar, así como un homenaje a todo lo bueno que se perdió (y/o ganó, quién sabe) en ella. Espero que os guste.

"Soy la diosa Ceto, madre de todos los cetáceos, soberana de aquellos que renunciaron a su capacidad de vivir en tierra firme como condición necesaria para poder regresar al seno del padre Océano. En la imaginación de los hombres también soy la engendradora de los monstruos marinos, de todos los leviatanes, ya que para los frágiles humanos la división entre lo angelical y lo demoniaco suele ser solo el resultado de emociones contrarias, causadas por una misma realidad demasiado grande para ser abarcada.

  Los seres humanos... Cuán fascinantes. Y qué contradictorios. A pesar de su aparente insignificancia, ningún dios o diosa, desde que el mundo es mundo, podrá negar que les debe su inmortalidad, sus excelsos poderes y, siendo sinceros, incluso la propia existencia. Solo la prodigiosa fuerza creadora de sus mentes y su devota fe nos dan nuestra divina vida, con potestades y dominios específicos, con toda nuestra recua de telúricos ascendentes y heroicos descendientes y con una identidad perdurable en el tiempo. Sin ellos no somos nada.

  Los demás dioses no suelen tener esta clase de pensamientos, lo sé. Puede que sea una cuestión de orgullo o de simple supervivencia, pero se niegan a mostrar mayor interés por los hombres que el que tendrían por unos pequeños títeres con cuyas peripecias poder distraer sus tedios o, llegado el caso, intrigar entre sus iguales. Si yo soy diferente se lo debo a mis queridos hijos.

  Porque los únicos seres capaces de rivalizar en talentos con las criaturas humanas son precisamente ellos. De la delicada marsopa a la vigorosa orca, del tímido zifio al poderoso cachalote, del azul rorcual a la blanca beluga, del calderón al narval, de la gran ballena al pequeño delfín, todos y cada uno muestran un entendimiento y una voluntad extraordinarios, únicos en el planeta. Por eso los amo tanto, al igual que ellos me aman a mí.

  Fue su insistencia, de hecho, la que acabó convenciéndome de que el futuro, todos los futuros en realidad, dependerán cada vez más de ese ser humano de pareja inteligencia con mis hijos, pero no precisamente con la misma capacidad de empatía o compasión. Para bien o para mal, y al igual que pasa con el destino de nosotros, los dioses, en él estará depositado el destino del mundo, su destrucción o su salvación.

  A partir de entonces, soy una diosa con una misión...

 



 

  Según el calendario de los hombres nos encontramos en el año del Señor de 1805. He dejado a Forcis, mi amado esposo-hermano, en el antártico mar de Scotia, parlamentando con sus predilectos calamares gigantes, los que moran en los abismos, y yo me encamino al norte, hacia la llamada lejana de mis hijos. En este caso son orcas y afirman haber dado con el sitio exacto.

  No es la primera vez que me hago ilusiones. A lo largo y ancho de los siete mares, durante siglos, he encontrado determinados lugares que reunían las características óptimas, y siempre he esperado que surgiera el desencadenante adecuado que me permitiera actuar, pero hasta la fecha ninguna de las muchas y prometedoras ubicaciones ha dado su fruto. Veamos qué pasa en esta ocasión.

  Aún me siento algo irritada por la conversación que he mantenido con Forcis antes de partir. Tiene una mente tan cuadriculada... No me extraña que se lleve tan bien con esos sesudos calamares colosales, henchidos de racionalidad y de soberbia. Lo amo, pero me cuesta entender por qué tengo que explicarle, y casi justificarle, mi misión desde el principio una y otra vez...

  Conciliador, siempre me dice que sabe bien que Euribia, nuestra hermana pequeña, engendró a los dioses tutelares de las tres razas profundas, y que comprende que, entre hermanos, los otros cuatro hijos de Ponto-Océano también debemos velar por ellos como criaturas marinas que son..., pero no deja de repetirme, a la menor ocasión, que no logra entender por qué estoy tan obsesionada con buscar piedras-corazón.

  Yo siempre le digo que deje tranquilos a nuestros hermanos Taumante y Nereo y que no se trata de encontrar más piedras-corazón, que eso ya lo hacen las recolectoras de los tres enclaves profundos, sino de algo completamente distinto. Las piedras que yo busco tendrán un cometido completamente diferente. Y quizá convenga explicar ahora, de nuevo, las razones de esta búsqueda.

  Nuestro padre es Océano, y nuestra madre, Gea, la Tierra. Ella suele hablarnos al oído cuando yacemos dormidos, entregados a los sueños, y en uno de esos sueños me reveló un gran secreto relacionado con su futuro: «De igual modo que los seres humanos de la superficie parecen destinados a ser mis verdugos, también podrían llegar a ser mis salvadores».

  Es evidente que la salvación de la Tierra debe surgir de los océanos, ya que este planeta es mayoritariamente agua, pero los humanos capaces de conseguirlo no pueden ser ni habitantes de la superficie sin más ni profundos normales y corrientes. Estos últimos carecen del poder que ostentan los otros, y además no tienen capacidad suficiente para llevar a cabo esta empresa. Tendrán que ser individuos «anfibios», o sea, miembros de pleno derecho de los Reinos del Mar, y al mismo tiempo expertos conocedores de los saberes de la tierra firme. Pero ¿cómo puede ser eso posible estando ambos mundos tan distanciados? Ni yo misma lo sé, pues la respuesta se oculta tras las brumas del futuro.

  Lo que sí sé es que serán moradores de la superficie y, en consecuencia, no poseerán piedra-corazón alguna que les permita vivir en el océano. Mi misión consiste precisamente en suplir esa carencia. Para ello debo localizar bajo el mar unos nódulos de manganeso tan extraordinarios que, llegado el momento, puedan servir de piedra-corazón para ese grupo de humanos ambivalentes, mitad de la tierra y mitad del mar.

  Pero la función de esas piedras irá mucho más allá. Serán en sí mismas armas poderosísimas, instrumentos imprescindibles para que los elegidos puedan coronar con éxito una misión que no será ganada con ningún recurso material. Las piedras atesorarán virtudes.

  Cada una de ellas, además de permitir la supervivencia de un humano bajo el océano, estará imbuida de una fuerza moral vinculada con una virtud concreta que conferirá a su portador un carisma específico e intensificará determinados sentimientos nobles y emociones sinceras. Esa será la auténtica singularidad de las Piedras de Ceto.

  La siguiente directriz de esta extraña misión tiene que ver con los escualos. Gea me reveló que las piedras que caerían bajo mi responsabilidad serían ocho, y que por ello se establecería desde el principio una íntima afinidad entre dichas piedras y ocho especies de cetáceos. Las creación de las otras ocho sería responsabilidad de distintas especies de tiburones, seres que jamás han creído en nosotros, los dioses. Pero al parecer, ellos, como mis hijos, también están muy preocupados por el futuro del planeta. En realidad, no tienen ningún interés en llamar mi atención, y si por ellos fuera, me ignorarían, pero estoy segura de que, llegado el momento, estarán junto a mí para realizar correctamente su parte del trabajo.

  Sospecho que las piedras serán nódulos de manganeso con un alto contenido en hierro, ya que cetáceos y escualos «aman» de forma peculiar dicho mineral, y no creo que sea casualidad que ambos grupos de animales estén implicados. Por eso serán llamadas «piedras de forja», y en lo que respecta a mi mitad, me aseguraré de que sean mis hijos más queridos los encargados de insuflarles esa primera chispa de vida cuando llegue el momento de despertarlas de su larga espera.

  Volviendo al número, ocho más ocho suman dieciséis... Pero en sus revelaciones, nuestra madre Gea insiste en que serán diecisiete los humanos que luchen para salvarla. Ese guerrero extra, su identidad y destino, son una incógnita que no se me ha permitido desvelar.

  Lo que sí sé, en mi calidad de diosa, es cómo «cargar» las piedras con su virtud correspondiente. Si puedo disponer de la suficiente cantidad de cada una de las emociones adecuadas, sabré cosecharlas como si fueran plegarias y reenviarlas íntegras al interior cada uno de los nódulos, convertidas en virtud. Nuestro padre, el mar, las custodiará hasta que sean encontradas por alguien experto en la búsqueda de piedras-corazón, y años más tarde, llegarán los elegidos para reclamarlas y las piedras despertarán de su letargo.

  Estoy segura de que el dios Océano exigirá algún sacrificio a cambio de custodiar cada una de las piedras —casi todos los tesoros hundidos bajo el mar han tenido que pagar el alto precio de un naufragio, y probablemente esta no será una excepción—, pero los detalles se me niegan, ocultos de nuevo en el futuro.

  La llamada de las orcas continúa insistente, y espero que mi hermano Forcis acabe por comprender la delicada naturaleza de mi misión. Ya solo me queda revelar las ocho virtudes con las que cargaré las piedras que me corresponden. Serán el amor, la humildad, la solidaridad, la verdad, la justicia, la inocencia, la misericordia y la rectitud.

 



 

  A medida que cruzo el Atlántico de sur a norte voy identificando el lugar exacto desde la lejanía. Parece encontrarse en un paraje submarino cerca de tierra firme, entre los continentes africano y europeo, y —sí, ahora los detectó— convenientemente bien alfombrado de nódulos de manganeso con un gran porcentaje de hierro en su composición. Muy prometedor. Pero no suficiente.

  Debo esperar a encontrarme mucho más próxima a la zona para que los altos mástiles de los veintisiete navíos que aguardan al pairo provoquen un súbito caracoleo en mi corazón. El grupo de orcas, que ahora reconozco como asiduas de la zona por su voraz afición a las almadrabas que se emplean por allí, acude amoroso a mi encuentro, y todas, ellas y yo, empezamos a acariciar las primeras esperanzas. ¿Y si es aquí y ahora? Este lugar parece cumplir todos los requisitos; además de lo ya dicho, es la puerta de acceso a uno de los mares en los que se divide el océano único, en este caso el Mediterráneo, y me basta paladear levemente sus aguas para saber que desde antiguo estas costas, en las que se aprecia un cabo rocoso con una acogedora ensenada a cada lado, han albergado a una larga sucesión de humanos que, sin saberlo, ha ido saturándolas durante siglos de toda clase de emociones. Aquí se ha levantado una fábrica romana de salazón, una colonia hispanomusulmana, una fortaleza contra los piratas, un faro... Y ahora, esta veintena larga de barcos de guerra, sin contar fragatas, que aguardan con sus filas de cañones, de bocas redondas y negras, en un silencio para el que no han sido creados y en el que no se mantendrán mucho tiempo.

  Recapitulemos: Primero, tengo en el fondo marino nódulos de manganeso con mucho hierro capaces de convertirse en las piedras-corazón tan especiales que necesito; segundo, tengo una atmósfera cargada de emociones antiguas, y dentro de bien poco, si no me equivoco, de muchas otras nuevas. Con tantas voluntades enfrentadas no será difícil hallar una virtud para atesorar en cada piedra... Por último, donde hay tantos cañones pronto acabará habiendo hundimientos, y, desde que el hombre empezó a surcar las aguas, un naufragio es la ofrenda que más ha complacido al insaciable dios del mar.

  Por la Gran Madre... Creo que al fin he encontrado lo que buscaba.

  Casi sin poder contener la emoción, me dirijo a mis blanquinegras hijas para saber dónde nos hallamos, y ellas me responden sin titubeos: «Al abrigo del golfo de Cádiz, entre la bahía del mismo nombre y el estrecho de Gibraltar, a la altura de un pequeño cabo: una prolongación de tierra firme formada por dos lenguas de arena que juntas parecen querer entregar al mar la ofrenda de un pequeña isla de roca».

  A este lugar lo llaman Trafalgar.

 



 

  Amanece el 21 de octubre. Eos, la de los rosados dedos, termina de reemplazar en el horizonte el negro de la noche por el primer sonrojo de la mañana y después acude a mí preocupada. En su mirada puedo leer que ella tampoco ignora lo que está a punto de ocurrir. También veo acercarse a Tetis, hija de mi hermano Nereo y espíritu tutelar del cercano Mediterráneo desde los albores de la existencia de ese mar, mucho antes incluso de que hubiera alguien para darle un nombre. Cuando estoy con ellas me da por pensar que lo que se avecina es cosa de viejas diosas, de deidades primigenias, y no de ese trío de hermanos olímpicos que acabó usurpándonos el poder. Se diría que hoy La Aurora reinará en los cielos en vez del viejo Zeus, que una nereida gobernará los océanos suplantando al bueno de Poseidón, y..., bueno, creo que todo apunta a que yo acabaré siendo la sustituta de Hades como señora del inframundo. La sonrisa con la que acompaño estos desvaríos se congela en mi boca al pensar en las luctuosas connotaciones de esa última parte y, apartando dichos pensamientos, vuelvo a centrarme en el presente.

  Mi sobrina nos hace saber que más barcos, hasta sumar un total de treinta y tres, se dirigen hacia allí desde la bahía de Cádiz. Sus intenciones son evidentes: plantar batalla al primer grupo con la pretensión de romper el cerco al que este último les ha sometido. Ella cree que lo conseguirán, pues son más cantidad de buques y en cada uno de ellos viajan más almas, pero cuando exploro dichas almas, así como las de sus adversarios, sé que ella se equivoca y que los recién llegados, de dos nacionalidades distintas pero unidos para la batalla, van directamente hacia la hecatombe.
Que la balanza de la diosa Fortuna se va a inclinar a favor de los que aguardan me lo dice la razón, pero también el corazón. La primera me habla de navíos en mejor estado y de dotaciones de marineros mejor preparadas no solo técnicamente, sino en cuanto a edad idónea, alimentación o salud, pero es el segundo el que me acaba de convencer. Me revela que entre los que han levado anclas hay dos facciones unidas por una frágil alianza frente a la cohesión que da tener una sola y misma patria, y que la decisión de zarpar no convence a casi nadie entre los mandos y llena de temor y aprensión a ellos, a sus hombres y a la gente que aguarda en el puerto.

  Los nombres de los navíos me proporcionan la última certeza. No porque los lea, sino porque los reconozco en sus mascarones de proa y en la conciencia de sus respectivas tripulaciones. Gracias a ello confirmo que una de las facciones de los que se aproximan se acoge a las protecciones de los santos, y la otra, a las virtudes de los héroes. Existen algunas excepciones, pero son pocas, así que puedo asegurar que en esta ocasión no les salvará ni ese Dios cristiano al que veneran unos ni la supremacía del hombre de la que hacen gala otros. Por el contrario, serán los que aguardan, con nombres como Leviathan y Orión, Belerofonte y Polifemo, Ajax y Agamenón, Colossus y Minotauro los que acaben ganando la partida. Seres que, como yo, nacieron de una antigua cultura mediterránea: la griega, politeísta y pagana a la vez. Esta vez será mi gente, mi universo...

  Alto. Acabo de descubrir algunos nombres iguales entre las diferentes facciones de barcos, pero solo hay uno que se repite en los tres grupos de combatientes: Neptuno, como no podría ser de otro modo. Si aún tenía alguna duda de que al fin había llegado el momento que había esperado tanto tiempo, este conocimiento la acaba de disipar. Será pues la batalla de los Tres Neptunos, y el acontecimiento se revelará crucial para los Reinos del Mar.









  Con el sol casi en su cenit resuenan los dos primeros cañonazos procedentes del San Agustín y de su compatriota el Monarca, y aunque sé que solo a través del matraz del sufrimiento se podrá alcanzar el objetivo que anhelo, mi corazón se encoje al escucharlos. Es más, si es preciso que las «ofrendas» deban ser siempre del bando que acumule más dolor, o sea, del de los vencidos, me cuidaré personalmente de que esos dos navíos no escapen a la selección solo por haber destruido la última esperanza de salvar la paz.

  Es difícil describir las horas que vienen a continuación. Demoledoras bolas de hierro, a una velocidad endiablada, impactan en cofas, en mástiles, en baupreses, en timones... y en cuerpos, haciendo que todo estalle en una nube infernal de astillas, sangre, tela, hueso y polvareda. Una bala puede eludirte, y sin embargo destrozarlo todo y a todos apenas unos metros más allá. Y aunque tu cuerpo sobreviva a esa andanada, tus ojos agonizarán de puro pavor divididos entre el horror que te rodea y el que sabes que pronto regresará, esta vez para cobrarse la vida que le quedó pendiente: la tuya. Y así, la cubierta se irá cubriendo de vísceras y miembros desgarrados, pero sobre todo de líquidos resbaladizos y hediondos, hasta que llegue el momento del abordaje y la muerte suba a bordo con otro rostro. Entonces solo cambiará la clase de heridas, y los pedazos sanguinolentos serán sustituidos por más sangre, por mucha más sangre derramada. Todas las batallas son atroces, pero las navales lo son de un modo especial porque tienen como escenario esos castillos flotantes, con el mar como único lugar al que huir desde el infierno de cubierta... Yo he visto muchas batallas en mi larga vida, pero esta está siendo especialmente cruenta y brutal y me resulta difícil seguir contemplándola hasta el final. Pero no debo perderme ni un solo detalle de lo que ocurra. Debo enfrentarme a los cuerpos destrozados y a los aullidos de los que agonizan si quiero cumplir mi misión. Y para empezar, en el mismo fragor de la contienda debo buscar lo más contrario a la guerra pero tan característico del ser humano como ella. Debo buscar y encontrar amor. Sí, amor. Para trasformar la primera de las piedras debo buscar amor en medio de esta lucha sin cuartel.

  Poco a poco, del desenfrenado movimiento de las masas rescato valerosas defensas o serenos pensamientos de individuos a los que no les mueve el odio ni la violencia, sino alguna clase de afecto sincero. En un bando, un comandante se levanta tras recibir una bala de cañón gritando que no es nada, para morir al poco desangrado pensando en la joven que acaba de desposar; en el otro, un almirante sabe que va a morir lentamente de un aciago disparo e impide que la tropa lo descubra para que no cunda el desaliento; en el primero, un hombre anónimo, demasiado viejo para luchar, se despide serenamente de una vida plena; en el segundo, un joven ignora su propio pánico y la refriega que lo rodea e intenta inútilmente taponar la herida de su amigo sin rendirse ni ante la rotunda evidencia de la muerte...

  Llevo trabajando sin descanso las últimas horas, intentando salvar la mayor cantidad de sentimientos fieles y afectuosos en toda esta masacre, y a eso de la media tarde, un incendio alcanza la santa bárbara de un navío y uno de los dos Aquiles salta en mil pedazos. El estruendo es tal que hasta la batalla naval se detiene por unos segundos. Yo también me paro y decido dar por concluida mi tarea de ese primer día, del día de la batalla, y aprovecho el hundimiento para hacer de él mi primera ofrenda al padre Océano. Reconforto a Tetis, que no ve bien que sea el nombre de su amado hijo el que haya volado por los aires, y la consuelo prometiéndole que velaré para que el buque homónimo del otro bando pueda regresar con bien a Gibraltar. Es entonces cuando entiendo que haya en la batalla un Aquiles en cada bando, al igual que tres Neptunos. Y es que me quedaba un amor por cosechar: el eco de aquel que queda esperando en casa el regreso del guerrero. Mi sobrina, como madre del héroe, me entrega ese presente, reviviendo el orgullo y el alivio que se siente cuando se ve regresar al hijo triunfador, pero dejando claro lo poco que eso compensa ante la amenaza del dolor y la desolación que conlleva el temido anuncio de su muerte. Ella aún sufre recordando y opta por retirarse definitivamente del campo de batalla, y como Eos hace tiempo que partió, sé que debo acabar la misión sola. Porque es ahora cuando comienza mi trabajo, durante el derrotado viaje de regreso a Cádiz de la escuadra combinada, con el máximo responsable de una de las dos facciones herido de muerte y con un tercio de sus barcos muy destrozados pero todavía bajo su mando.

  Justo antes de su partida, Tetis me recuerda que son ocho las especies de cetáceos que habitan en el Mediterráneo. Yo sonrío porque lo sé, y porque soy consciente de lo que esconden sus palabras. Aplaco su inquietud confirmándole que su querido mar será el escenario en el que culmine todo el proceso, y por ello, ocho serán las virtudes que trasladaré a las piedras que dejaré al cuidado de las aguas de Trafalgar. Capto su satisfacción y le encomiendo que instruya adecuadamente a todos mis hijos y que igualmente informe a los escualos de ese mar para que se encarguen de seleccionar también a sus otros ocho candidatos.

  Permanezco absorta viendo alejarse hacia el sur a mi sobrina y tardo en percibir que mis queridas orcas desean saber si ellas también participarán en la misión. Me apena tener que decirles que no, pues no son criaturas mediterráneas y deberán permanecer al margen. Solo puedo consolarlas felicitándolas por haber encontrado el lugar y entregándoles una merecida recompensa: el derecho vitalicio a habitar esas aguas fronterizas y el título honorífico de guardianas de las piedras y defensoras del umbral.

  Me alegra comprobar que las muestras de alborozo de mis hijas les distraen lo suficiente para no permitirles captar el remordimiento que me embarga, pues no he sido del todo sincera. La verdad es que ya he elegido a la defensora de la primera virtud, la adalid del amor, y, al igual que las orcas, es una criatura que pertenece a una especie que tampoco es estrictamente mediterránea. Pero estoy segura de que ella, la más frágil, acabará llevando la carga más pesada. Y eso solo se consigue por amor.

 



 

  Si tras la batalla los vencedores hubieran tenido la prudencia suficiente y hubieran anclado inmediatamente su propia flota y la recién apresada habrían tenido su oportunidad y puede que yo hubiese perdido la mía, pero contaba con la sabiduría de una vieja verdad: «las victorias no suelen hacer prudentes ni humildes a los hombres». Así que la tempestad que he solicitado al padre Océano cae sobre ellos antes de que puedan hacer nada por eludirla, y empieza casi de inmediato a azotar sin compasión la costa de Cádiz.

  Al día siguiente, 22 de octubre de 1805, el mar comienza a embravecerse y ya no hay vuelta atrás. Estoy preocupada porque la víspera solo se entregó un navío a las aguas, y yo creía que serían dos, puede que los dos Aquiles, pero es probable que la propia Tetis, como diosa marina que es, haya tenido autoridad para impedir el segundo hundimiento. O puede que al tratarse del amor, la base sin la que ninguna otra virtud es posible, una sola ofrenda haya bastado para seleccionar las dos piedras de ese día... Confío en ello, pero sé que a partir de ahora la ofrenda deberá ser doble: una de mi parte y de mis hijos marinos y otra de parte de los escualos. No ignoro que ellos están muy pendientes de todo lo que ocurre aquí, e imagino que tendrán su propia manera de imbuir sus piedras con el germen de las virtudes que a ellos les resulten más afines.

  Mis inquietudes deben de haber contribuido a recrudecer el temporal, pues los briosos caballos blancos de Poseidón, con los que empezaron a encabritarse las aguas, se van alejando cada vez más para dejar paso a los caballos negros de su hermano Hades, a esas funestas olas, enormes y oscuras, que solo presagian muerte y destrucción.

  Ah, la soberbia de los hombres... El orgullo no es solo cosa de vencedores, y a la hora de empezar cualquier contienda inflama los corazones de ambos bandos por igual. Especialmente de sus dirigentes, quienes, sintiéndose agraviados, no dudan en usar la bien llamada «carne de cañón» para lavar sus supuestas ofensas o enaltecer aún más sus pretendidos honores.Igual que encontré el amor más allá del odio y la violencia, tendré que buscar tras la arrogancia para hallar la humildad, la segunda de las virtudes. Cuando recolecto y envío a otra de las piedras todos los sentimientos humildes, de sencilla dignidad y espíritu noble que logro extraer de las miles de almas que participaron en la batalla, y también de las que ahora luchan contra la tempestad, no puedo evitar pensar en el máximo responsable de esta carnicería: el almirante de la derrotada escuadra aliada. No es lo mismo ser humilde que ser humillado, pero si lo segundo llega en el momento adecuado y a la persona idónea, bien puede servir de lección para acabar haciendo tuya esa virtud primera. Todo depende de la capacidad de cambiar a mejor..., aunque no sé si este será el caso. Solo soy consciente de que ese marino que desoyó los consejos de los otros mandos y en el último momento decidió mandar a más de cuatro mil cuatrocientos hombres a la muerte está ahora en manos de sus enemigos. Y no le queda mucho tiempo para renegar de su orgullo, pues tras su liberación la muerte le estará aguardando en el camino de vuelta a casa.

  Pero ahora no me interesa el destino del almirante en jefe de los perdedores, sino el del su navío. Tiene un nombre que me agrada: el Bucentauro, y un magnífico mascarón de proa que representa a un ser mitad toro mitad hombre. Le ha correspondido luchar en el epicentro de la batalla, y ahora, rodeado de barcos enemigos y seriamente dañado, su tripulación se ahoga en un baño de sangre y no tarda en arriar la bandera. Más de la mitad de los hombres han sido rescatados por el Indomable, pero una dotación de presa del bando vencedor se acaba haciendo cargo del gobierno de la nave y toma prisioneros al resto. Ese parece el final, cuando la tormenta les golpea de lleno y todos los que van a bordo luchan por entrar en la bahía de Cádiz.

  Este día de 1805, el Bucentauro fondea sin mástiles en una playa muy cercana al puerto de Cádiz, pero con tan mala fortuna y en tan mal estado que inmediatamente se va a pique. En el último momento, su tripulación ha conseguido represar la nave, por eso, cuando todos huyen del barco que se hunde, los vencedores son hechos prisioneros y los vencidos recibidos con alegría por sus paisanos. No hay muertes que lamentar.

  Ya está. La ofrenda de hoy se ha realizado y el padre Océano la ha aceptado con agrado. Y la segunda virtud, la humildad, ya ha sido guardada en una de las piedras. Que ambos bandos hayan acabado trabajando en equipo para salvar vidas, que los roles de triunfadores y derrotados se hayan trastocado e incluso que los de tierra firme hayan ayudado a todos por igual es una de las más hermosas lecciones de humildad que he presenciado. He acertado en mi elección y me alegro por ello. En este día he acabado satisfecha la tarea.

  Mi alegría se empaña cuando contemplo cómo, algo más al sur, naufraga el Fogoso. A bordo de ese navío capturado había cientos de prisioneros, además de la dotación de presa del bando vencedor. Pero el mar no hace distinciones. A diferencia del Bucentauro, en este caso todos, vencedores y vencidos, se ahogan engullidos por el temporal. Y supongo que de ese modo el padre Océano recibe en custodia la virtud que corresponde a aquel día por parte de los escualos. Supongo que mis ofrendas no estarán libres de muertes indefinidamente y que no siempre tendré tanta suerte como hoy, pero saberlo de antemano no impide que mi alma se suma en el pesar.

  A este respecto solo puedo prometerme a mí misma que haré todo lo posible por entregar las menos almas posibles a las aguas, y que la elección de los barcos de entre el bando perdedor, esos que naufragarán para convertirse en ofrendas al padre Océano, será siempre desde el aprecio y la admiración. Buscaré entre los más dañados aquellos cuya singladura ensalce a sus pilotos y a sus tripulaciones, y sus maltrechos cascos acabarán descansando en el fondo del mar como un homenaje a la noble conducta de aquellos que lucharon en sus cubiertas. Lo juro.

 



 

  El 23 de octubre, la tormenta, lejos de amainar, parece sacar nuevas energías de su negro corazón para seguir vapuleando inmisericorde las maltrechas naves. El desaliento entre las tripulaciones comienza a ser grande. Y más que lo será.

  Así como ayer pensaba en el destino de ese almirante que condujo a las naves a su perdición, hoy, mientras contemplo la tempestad y espero acontecimientos, no dejo de pensar en un contralmirante que estaba a su servicio. Si ayer reflexionaba sobre el orgullo, hoy lo haré sobre la insolidaridad. Desde el principio del combate, este hombre desoyó las señales del buque insignia, que le pedía que su batallón acudiera al corazón de la contienda, y continó impertérrito con el rumbo establecido. Pero cuatro navíos decidieron abandonar y acudir en auxilio de sus camaradas. Horas más tarde, al mando ya solo de seis navíos, el contralmirante, viendo el negro cariz que estaban tomando las cosas, decidió girar hacia el oeste para huir definitivamente de la batalla. Esta vez solo dos navíos desobedecieron sus órdenes y se volvieron para combatir.

  Hoy tampoco me entretendré con el destino de este hombre. Su egoísmo, su cobardía y el desprecio hacia sus compañeros tendrán como contrapartida el más grave deshonor, pero, además, los cuatros barcos que escaparon de la batalla y de la tempestad no irán muy lejos, ya que soy consciente de que pronto serán apresados en otras aguas.

  Durante todo ese día, los navíos resisten el zarandeo de las olas, y no solo eso, sino que algunos de los barcos que llegaron derrotados al puerto de Cádiz el 21 regresan ahora al mar para intentar represar algunos de sus naves capturadas. Logran recuperar un par de ellas, y en ese gesto hermoso encuentro generosidad más que de sobra para cargar otra piedra con la tercera de las virtudes: la solidaridad. A pesar del lamentable estado en el que se encuentran, han reunido coraje suficiente para salir de nuevo de la bahía y enfrentarse no solo a sus enemigos, sino también a la tempestad, y todo para intentar liberar a sus compañeros. Sí, tengo solidaridad suficiente en la conducta de todos y cada uno de los muchachos que se hicieron a la mar, pero tampoco olvido aquella de la que hicieron gala los barcos que, en dos ocasiones, el día de la batalla, se negaron a seguir a aquel desertor y abandonar a su suerte a los suyos.

  Estoy pensando en ello, ya de noche cerrada, cuando el San Francisco de Asís, falto de amarras, se estrella contra las rocas. Descubro sorprendida que es uno de los cuatro navíos que desobedecieron las órdenes de aquel contralmirante manteniéndose junto a sus compañeros, y como yo no he hecho esa elección, deduzco que ha sido cosa de los escualos, con lo que por lo menos esta jornada, las virtudes con las que hemos trabajado ellos y nosotros son semejantes. Sonrío, pues pienso que nos somos tan distintos si ambos valoramos por igual el hecho de arrimar el hombro y ser solidarios con nuestros camaradas.

  El tiempo se acaba y yo al final me decanto por el Neptuno, y también él termina estrellándose no muy lejos de allí. Me apena porque es uno de los barcos que ha ayudado a represar precisamente al que acababa de destrozarse contra las rocas, pero debo ser fiel a mi palabra, y él es uno de los dos que, en un acto de heroísmo, desobedecieron abiertamente al cobarde, abandonaron sus directrices y regresaron a una batalla ya perdida. Pienso entonces que, tratándose de la virtud de la solidaridad, resulta secundario que el trabajo realizado dé sus frutos. Lo realmente importante es luchar por el otro, el esfuerzo por conseguir ayudarlo. El resplandor de dicha virtud no disminuye un ápice si se fracasa o parece que todo sirve de poco.

  Esta vez soy yo la que debo asumir un coste mayor, pues en mi naufragio mueren veinte hombres, mientras que en el otro solo se ahoga el segundo piloto. Pero debo reconocer que podría haber sido mucho peor, pues se han salvado muchos, así que lo acepto y, tras este largo día, doy por concluida la tarea.

 



 

  El 24, con una tempestad eterna que parece haber desbancado al sol para siempre, el Santísima Trinidad termina hundiéndose. Es el buque más grande de todos, y se muestra recio, coherente, casi testarudo, tanto a la hora de rendirse como a la hora de naufragar. Tres largos días ha estado mostrando su entereza y la verdad desnuda de sus muchas heridas y quebrantos, y lo que no ha logrado el ensañamiento del enemigo durante la batalla lo ha rematado el temporal. Los vencedores han intentado remontarlo hacia Gibraltar, pues incluso ahora, convertido en un mero cascarón sin un solo mástil, sigue siendo un buque magnífico de cuya captura se pude presumir, pero se diría que él prefiere permanecer allí, digno y altivo hasta el final. Su aguante y entereza han sido conmovedores, así que decido ayudarle un poco para que los cables de remolque se rompan con un restallido y finalmente se hunda. Aún quedan algunos hombres en la cubierta inferior, pero el desvencijado navío ya no puede mantenerlos con vida porque no puede aguantar más. La cruda realidad de los alaridos saliendo por las escotillas se mezcla con la del propio navío, y sé sin lugar a dudas que esta ofrenda será la que cargue la piedra de la cuarta virtud: la verdad. La triste, feroz y descorazonadora verdad de la guerra. De todas las guerras.

  Cuando se va a pique el Monarca, el que lanzó el segundo cañonazo que dio comienzo a la batalla, por un segundo me regocijo reivindicativa, aún furiosa por la mezquindad y la barbarie del ser humano. Pero eso sería volverme un poco como ellos y no lo deseo, así que intento aplacarme, y cuando descubro que no ha habido bajas en el elegido por los escualos, me alegro de corazón.

  El día 25 acaba llegando y ni el aullante viento ni el embate de las fieras olas dan un solo instante de respiro a los marineros, sumidos desde hace días en una falsa noche sin aurora. Mi voluntad comienza a flaquear. Esto está durando demasiado incluso para una diosa. Debe llegar pronto el alivio y el consuelo.

  Sin embargo, aún quedan duras pruebas por pasar, pues tras la verdad del Santísima Trinidad llega el turno de la justicia del Indomable. La quinta de las virtudes tiene como protagonista al barcoque rescató a más de la mitad de la tripulación del Bucentauro, y así, repleto de almas, entró en la bahía de Cádiz el mismo día 21. ¿Por qué no han empleado estos cuatro días en ir desembarcando a la gente? No lo sé, pero la noche del 25 el buque se resquebraja y llega de tal guisa a la arena de la playa que solo sobreviven doscientos cincuenta y cuatro hombres. ¿Qué justicia puede haber en eso?, ¿que de los mil muertos resultantes quinientos eran del Indomable y otros quinientos del Bucentauro, lo que supone un número equitativo de supervivientes en cada bando? ¿Cómo puedo entregar esta ofrenda al padre Océano, si además he estado todo el día recabando los sentimientos de justicia, los gestos de ecuanimidad y ponderación que se han dado en todos los navíos desde el día de la batalla? Para acabar de hacerlo todo más absurdo, más injusto diría yo, el segundo naufragio de hoy, el que compete a los escualos, es el del Águila, también varado en la arena, pero esta vez en un montículo en medio del mar, lo que presentaba a priori mucho peor pronóstico. Sin embargo, al final toda la tripulación consigue abandonar el barco y el buque se pierde sin más quebraderos de cabeza.

  Esos mil muertos... Soy Ceto, soberana de los cetáceos, y aún tengo fuerzas para seguir.

 



 

  Día 26. Deseo que esto acabe pronto y a veces me cuesta creer que quede alguien cuerdo a bordo de los barcos que siguen luchando contra la tempestad que no cesa. En ocasiones me parece notar una cierta mejoría en el clima, pero no sé si es mi propio deseo, que me juega malas pasadas. Así que cada vez que pienso en los pobres marineros...

  Intento superar el aciago día de ayer concentrándome en el que tengo por delante. Me corresponde trabajar con la sexta virtud: la inocencia, y aunque cueste imaginar que un campo de batalla sea el lugar adecuado para buscarla, lo cierto es que repasando todos los pormenores del enfrentamiento he encontrado muchos comportamientos y pensamientos puros e inocentes. Puede que no en los mandos, pero sí en la tropa, a veces demasiado ingenua y confiada a la hora de seguir las órdenes o aceptar las calamidades que la vida les depara. Indagando en muchos corazones he visto el amor por las cosas sencillas, por una melodía silbada, una cancioncilla, una charla entre amigos o cualquier simple entretenimiento. Sí, tras la rudeza de las formas se esconde en ocasiones la inocencia del niño al que no le han dejado ni jugar ni crecer. Mi ofrenda de hoy es, con el permiso de Zeus, el Rayo. Hace tres días se hundió el San Francisco de Asís y me dio pena no ser yo quien hiciera la ofrenda de su naufragio, pero ahora puedo resarcirme con este otro navío que ha desarrollado una conducta muy similar. Sí, también desobedeció a aquel traidor en la primera ocasión que tuvo para poder seguir luchando junto a los demás, también regresó con bien a Cádiz para salir luego el 23 a volver a jugárselo todo con el fin de represar al Neptuno y al Santa Ana. Puedo decir con respeto y admiración que el Rayo embarrancó en la costa unos días atrás, pero hoy ha sido evacuado y quemado por los suyos, ya que nada se podía hacer con él. Los de la dotación de presa han sido hechos prisioneros, pero han sobrevivido prácticamente todos. Los barcos capturados que quedan están tan terriblemente deteriorados que creo que el incendio del Rayo no será el último, porque ni para los vencedores merece la pena mantener la captura de tales buques. Ya veremos.

  Demostrando que no ando desencaminada, el otro naufragio del día de hoy, el de la parte de los escualos, ha sido el del Intrépido, previamente capturado y quemado ahora frente a un islote por el buque Britannia para evitar su represa.

 



 

  Hoy día 27 puedo decir que no son figuraciones mías y que las aguas comienzan lentamente a aplacarse. Sigue habiendo mala mar, pero las cosas están mucho mejor. Aunque debo reconocer que esto también sirve para que nos demos cuenta de lo desastrosa que es la situación después de pasar por semejante trance. Supongo que por eso es normal que hoy me dedique de lleno a trabajar con la virtud de la misericordia, la penúltima, y es más cerca del momento presente cuando más sentimientos de compasión y conmovido pesar recabo entre los supervivientes. Incluidos los míos propios, añadiría, que no sé si servirán para este fin, pero que no puedo evitar sentir. De todos modos, también me asalta un punto de enojo cuando comprendo que el hombre parece necesitar llegar a situaciones límite para que su corazón se descongele y le permita sentir esta empatía ante el sufrimiento y esta conmiseración por el prójimo. Bueno, los claroscuros del alma humana hace tiempo que dejaron de sorprenderme, así que prefiero tomar lo bueno de sus ahora sí conmovidos corazones y dejar las cosas como están.

  No habría hecho falta más dosis de esta séptima virtud de la compasión si era a ese precio, pero a pesar de que las condiciones del tiempo van mejorando paulatinamente, un mal golpe de mar y el continuado castigo que ha tenido que soportar desde el ya lejano día de la batalla hacen que el Berwick se estrelle contra la costa, quede varado primero y después naufrague. Muchos desaparecen entonces bajo las aguas, incluida la tripulación de presa procedente del otro Aquiles. Vuelvo a recordar el dolor de Tetis, los infinitos dolores tanto físicos como espirituales que he tenido que presenciar desde que empezó todo esto, e incluso mi propio dolor al aceptar la parte de responsabilidad que me atañe, y lloro amargamente, demostrando que hasta una diosa puede llorar. No es difícil sentir misericordia por estos últimos y por todos los que perecieron antes, desear tener la posibilidad de cambiar sus destinos, perdonar sus muchos errores no porque se lo merezcan, sino porque resulta intolerable que alguien padezca lo que estos miles de hombres han sufrido durante más de una semana.

 



 

  En las jornadas sucesivas, los escualos completaron su lote de ocho piedras, y yo también lo hice. De hecho, a mí solo me faltaba hacerme con una virtud, pero al ser la que englobaba las siete restantes, la rectitud, tuve que hacer un detallado repaso de todo lo que había sucedido frente al cabo Trafalgar durante los últimos días para poder imbuir en el último de los nódulos los sentimientos correctos de nobleza y gallardía. Como yo había augurado, los últimos naufragios no fueron por la tempestad ni por los daños de la batalla, sino porque los propios vencedores acabaron considerando que los barcos estaban en tan penoso estado que les resulto más rentable prenderles fuego. Al San Agustín, aquel del primer cañonazo, lo quemaron el Leviathan y el Orión; al Argonauta, el Ajax. Pero para la rectitud no quise usar este tipo de ofrenda, no para la virtud que reúne en su seno y acaba de llevar a la perfección a las otras siete, así que pedí al padre Océano un barco que tuviera un destino singular. Me concedió el Bahama... y nada más puedo decir sobre él. Hay quien cuenta que naufragó, otros dicen que desarbolado de todos sus palos fue sencillamente abandonado por ambos bandos a su suerte, algunos le dan por perdido y otros insisten en que fue remolcado a Gibraltar. En fin, solo el padre Océano sabe cuál fue su destino, pero le complació especialmente, ya que dio por buena dicha ofrenda. Lo que no olvidé fue incluir en los trabajos finales una última y devastadora conclusión sobre la guerra, sobre todas las guerras, pero especialmente sobre esta. Y es que una guerra nunca la gana nadie. Ya hablé en su momento de los derrotados, de los que regresaron a Cádiz con solo un tercio de sus naves. Ahora me referiré a los supuestos vencedores.

  Al final, aquellos que parecían haber ganado la batalla tardaron una semana en conseguir llegar a la cercana Gibraltar por culpa de la galerna. Y cuando lo hicieron solo llevaban la paupérrima cifra de cuatro barcos capturados. Entregaron muchos a la tempestad y con ellos también perdieron a sus tripulaciones de presa, e incluso sus propios barcos fueron vapuleados por el padre Océano de tal modo que algunos, como el Minotauro o el Colossus, estuvieron a punto de irse a pique. Baste decir que el Príncipe, el único navío que salió de la batalla tan bien parado que no sufrió baja alguna, resultó luego tan castigado por el oleaje que apenas consiguió regresar a la Roca... En definitiva, puede que en la bahía de Cádiz cundiera la desesperación entre las gentes al ver llegar aquel primer día a los despojos de la escuadra aliada, pero el abatimiento cayó igualmente, siete días después, sobre los que aguardaban en el puerto de Gibraltar, al comprobar el mal estado en el que también atracaban sus «victoriosas» naves.

  En una guerra nunca hay vencedores. En una guerra pierden todos.

  Ya he terminado. Dieciséis nódulos de hierro y manganeso, surgidos hace miles de años del trabajo conjunto de volcanes de fango y microorganismos de hábitats extremos, descansan en este golfo de Cádiz. Ya se han convertido en recipientes de virtudes y aquí esperarán —mis ocho y los ocho de los escualos— el tiempo que haga falta hasta que sean trasladados al Mediterráneo. Será allí donde comenzará la fase final, cuando los elegidos tomen las piedras y, encabezados por una piedra más, la número diecisiete, cuyo significado e identidad desconozco, las despierten y las conduzcan a los que están destinados a portarlas. Este tesoro sumergido es el legado de mis hijos para los otros hijos de Gea, su propuesta para reparar lo estropeado..., confiemos que estén en lo cierto y cuando los hombres lo reciban hayan crecido lo suficiente como para saber darle el uso para el que fueron creadas, que no es otro que salvar la vida de este ser vivo al que llamamos Tierra.

  Me despido de este rincón del océano Atlántico, antesala del Mediterráneo, dejando como último retazo del don que aguarda mi salutación y proclama: «He aquí las piedras de forja. Diecisiete son, una por cada año de la diamantina, pues ella será la primera. De la mano del que persigue un imposible, con las Piedras de Ceto partirá. Y la hora habrá llegado». (pags. 405-423 de El destino de Élias. Un mar diferente)



miércoles, 1 de octubre de 2014

Una cuestión de justicia.




Hace medio año que no presento en este blog ningún fragmento de El destino de Élias relativo al encuentro con algún cetáceo mediterráneo en particular y a la virtud específica que éste acaba insuflando en una de las Piedras de Ceto que portan Élias y los demás viajeros. Tras mostraros, en abril, lo que sucedía con aquel viejo zifio, portador de la virtud de la verdad, ahora tocaría (después de tanto retraso...) la aparición al cruzar el canal de Sicilia de dos hermanos rorcuales, muy parecidos y muy distintos a la vez, quienes ofrecerían juntos la siguiente virtud, la de la justicia. Pero, precisamente por ser una cuestión de justicia, no van a ir por ahí los tiros en esta ocasión.

La organización WWF acaba de presentar su informe bianual Planeta Vivo 2014, y sus conclusiones no pueden ser más desalentadoras. En solo cuatro décadas, se ha extinguido la mitad de las especies de fauna y flora de nuestro planeta. Así, tal cual. LA MITAD. Como es de suponer, me he quedado profundamente sobrecogida y, de pronto, me he acordado de que, después de conocer las muchas "heridas" del Mediterráneo, intuí que esto podría acabar pasando a escala mundial. Ha sido la única vez en mis novelas en las que, digamos, he hablado yo, Guadalupe, y, por ello, la pareja de rorcuales tendrá que esperar, ya que esta vez no se trata de presentaros un fragmento de ninguno de los tres libros de la saga de Los reinos del Mar... aunque no cambiamos de volumen porque mis reflexiones se encuentran precisamente (pronto sabréis porqué) al final de la segunda de mis novelas. Hablo del mar... pero, a tenor de este terrible informe de WWF, bien podría hacerlo del planeta entero. Estas fueron mis palabras tras concluir El destino de Élias, esas que aparecen en la última página del libro:

Nota de la autora

    La trama de esta obra es, obviamente, ficticia. Sin embargo, hay muchas cosas en ella que no lo son. Al igual que en Rielar y los Reinos del Mar he procurado siempre que la información objetiva sobre los océanos durante el tiempo en que trascurre la obra sea lo más fidedigna posible. Así, los datos oceanográficos, geográficos, zoológicos —y dentro de estos últimos, en la medida de lo posible, los relativos a la conducta animal—, remiten a un esforzado trabajo de documentación. Confío haber interpretado correctamente las fuentes, pues mi afán era mostrar la verdad. Desde el hundimiento del Prestige en noviembre del 2002, casi al comienzo del libro, hasta el encuentro final del Rainbow Warrior y el Esperanza en junio del 2006, pasando por choques de submarinos, nombres de familias de orcas o morbilivirus, todo puede ser contrastado en Internet.

  Pero no es en esta verdad en la que quiero insistir ahora. Deseo dejar constancia de lo demoledoramente cierto que es la situación por la que atraviesa actualmente el mar Mediterráneo. No me explayaré sobre ello pues para eso está la novela, pero sí diré algo más. El intenso tráfico marítimo y las lacras que siguen su estela, el uso generalizado de sonares y los experimentos vinculados a ellos, las sanguinarias redes de deriva y otras artes de pesca igual de insostenibles para el medio ambiente, la contaminación —tanto física, como química, como acústica, como urbanística—, el ecoturismo mal entendido, la sobrepesca y la consiguiente esquilmación de los recursos del mar son verdad. Todo esto es verdad. Y también es verdad la existencia de miles de criaturas mediterráneas que padecen cruelmente todo lo anterior, entre ellas, las ocho especies de cetáceos residentes en sus aguas y, entre los peces cartilaginosos, los ocho más amenazados que aparecen en mi obra. Eso también es verdad.

  Aún quiero añadir una tercera y última verdad. La mañana siguiente a mi cumpleaños era domingo y mi hija Irene, de ocho años por aquel entonces, trajo un libro sobre mamíferos marinos a mi cama para que lo leyéramos juntas. Lo había cogido de la biblioteca y, por lo que pudimos ver, se había publicado en el año 1974. A ella le pareció que eso era mucho tiempo, pero yo no pensé lo mismo. No tenía fotografías, sino evocadores dibujos, y, si estremecedor fue ver plasmada alegremente la caza de las grandes ballenas a arponazos o la matanza de calderones en las Feroe, aun lo fue mucho más contemplar la última página: una hermosa lámina en la que figuraban simplemente las imágenes de muchos cetáceos mostrando su relación en cuanto a tamaño. Y si resultó tan terrible fue porque daba como existentes algunos que, por desgracia, ya no viven ni vivirán jamás en nuestros océanos.

Repito. Todo lo que cuento sobre los seres marinos es, desgraciadamente, cierto.

  Si este libro cae dentro de unos años en manos de un niño, ojalá no haya nadie que le tenga que decir que los Reinos del Mar son solo ficción, queriendo expresar con ello que también lo son los maravillosos animales que un día los habitaron.´

(Así acaba el segundo volumen de Los Reinos del mar).


Cuarenta años han pasado desde que se publicó aquel libro ilustrado en 1974, y es cierto que estos once aún existen, e incluso se afirma que son los más comunes... pero ¿por cuánto tiempo?

miércoles, 9 de julio de 2014

Madrid. Feria del Libro 2014.


 EL PROPÓSITO (relato corto inspirado en mi último viaje a Madrid)

Se contaban por miles los visitantes que ese segundo fin de semana de junio recorrían, afanosos, el bochornoso a aquella hora de la tarde parque del Retiro. Sus razones para peregrinar arriba y abajo como salmones en ese movedizo río de humanidad― bastante apelotonados pero manteniendo casi unánimes una prudente distancia de seguridad con las concatenadas casetas de aquella Feria del libro 2014― eran muchas y variadas. Algunos habrían dejado para el final, pues aquello se acababa mañana, la compra del ejemplar más deseado y hacia él se dirigirían ahora, anhelantes, otros quizá confiaban en toparse “in extremis” con aquel escritor famoso que aún no se había dejado ver a pesar de estar anunciado y otros, en fin, puede que solo deambularan sin rumbo por no tener otra cosa mejor que hacer ese sábado a la tarde. Pero la Feria concluiría muy pronto, la Oportunidad se acababa y, por ello, en muchos corazones rebullía un propósito secreto. No, «un» no, mejor sería decir El propósito. Muy pocos eran conscientes de él, pero ahí estaba. Está. En muchos corazones. En muchos corazones rotos.

………………………..

                El empellón la hace parpadear, desconcertada. Un joven con una chupa negra, sus ojos aún demasiado cerca de los de ella, masculla huraño una disculpa mientras se frota el hombro izquierdo, no lejos del corazón, al tiempo que la corriente de caminantes no cesa de fluir en sentido contrario  y va alejándolo, implacable, de su posición.
                Ella es una mujer de esas que decían antaño “de bandera”. Hermosa, de cuerpo atlético pero al mismo tiempo grácil, con una larga y brillante cabellera negra y ojos dulces y azules como el cielo de verano. Viste con elegancia y sus movimientos son delicados pero también imbuidos de la seguridad que dan los años de saberse cómoda en cualquier lugar o situación. Toda ella irradia éxito. Y sin embargo… Y sin embargo ella ha llegado esa tarde al parque del Retiro en busca de refugio, para “desaparecer” entre la multitud. Esa misma mañana le han dado la noticia: tiene una extraña variante de Alzheimer y pronto lo olvidará todo: Que un día fue hermosa, que fue empresaria de éxito, que amó a su pareja y a sus hijos, que tuvo amigos. Todo. Al parecer, el proceso ya está muy avanzado, se resistió demasiado a ir al médico la que nunca enfermaba y, por si todo eso fuera poco, le han dicho que la velocidad del mal será exponencial, o sea, que las cosas se esfumarán cada vez más y más rápido.
                El joven de la chupa, todavía con una cierta molestia en el hombro izquierdo, se sigue dejando llevar por el flujo de gente mientras piensa en lo guapa que era aquella mujer de la melena azabache con la que se acaba de cruzar y esa tristeza que le ha parecido leer en su clara mirada le lleva a pensar en su madre, una mujer que según dicen también fue muy bella. Ahora ya no es ni la sombra de lo que fue y la culpa no solo es del tiempo… Los pensamientos saltan de su madre a su padre y la cólera, esa vieja amiga que le ha acompañado desde que tiene memoria, se reaviva en su interior. «El viejo torturador…» no es lo que más duele el maltrato físico, a eso tanto su madre como él han tenido una vida entera para acostumbrarse, no, lo que más duele es el menosprecio, la humillación latente en cada gesto, la anulación de cualquier atisbo de autoestima, ese «machaque» diario que les ha convertido en fantasmas en una casa en la que solo parece existir Él, señor de la vida y la muerte… El joven sabe que lo peor de todo es que un monstruo gemelo al primero ha ido creciendo en su interior, que es incapaz de pararle los pies pues «habita en sus zapatos», y que ese ogro infame que encima se las da de buen hijo también menosprecia en secreto a su madre no menos que a sí mismo, a pesar de lo mucho que la quiere, que la adora. A veces piensa que se lo merece, que ambos se lo merecen. Y jamás, ni por un segundo, se siente en paz ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?.... Podría ser el estribillo de la canción de su vida. Se lo cuestiona todo, como paso previo para echarlo todo a perder; amigos, parejas, proyectos…, casi con saña fanática, y la conclusión es siempre que la vida es un sinsentido. Y entonces viene, se diría que como una consecuencia lógica, la tentación de acabar con todo, de castigarle a él, y a ella… y a sí mismo, sobre todo a sí mismo, por no haber sabido jamás protegerla y protegerse. Porque la otra opción sería matarle a él, destruirle por completo de una vez por todas ¿Y luego qué?
                ― ¿Sabes a qué hora cierran las puertas?
                La juvenil voz corta de cuajo esa perturbadora línea de pensamiento. Una adolescente pelirroja, con sus largos rizos apenas disciplinados dentro de una torpe coleta, le mira con las manos metidas en los vaqueros y un leve balanceo adelante y atrás mientras sigue escuchando música por uno de sus auriculares.
                ―No… no lo sé… Creo que a las diez. Pero mejor pregunta a otro ― responde aquel joven de alborotado pelo castaño, bruscamente, sin poder disimular del todo la conmoción que siente en esos oscuros momentos.
                Quién sabe cuánto de todo ello capta la chica, pero el caso es que no le sale ni siquiera un «gracias» y con un simple gesto de cabeza, como dando por buena la sugerencia, se aleja precipitadamente. Por un instante, el joven piensa que la actitud desenvuelta de la chica es todo fachada y que en realidad ella está profundamente asustada. Sabe que nada de ello tiene que ver con él pero esa intuición le hace titubear, desear haber sido un poco más amable… pero, al perderla de vista, pronto acaba relegándola a un segundo plano en su mente para volver a seguir rumiando su rencor.
                En realidad la joven pelirroja no anda lejos. Se ha dejado caer con la espalda apoyada en el lateral de una de esas casetas que rematan cada grupo de doce o quince, permitiendo un breve pasillo entre grupo y grupo.
                «A las diez. Aún faltan horas…», piensa sin poder creer del todo lo que se ha propuesto hacer y notando cómo esa incredulidad acelera más y más los latidos de su corazón. Obliga a este último a aplacarse mientras concluye: «No importa. Esperaré. Pero no volveré con ellos. Nunca más. No lo haré». Imagina que todavía no habrán comenzado a inquietarse; los unos pensarán que está con los otros y los otros con los unos. Sabe que a nadie, ni entre los profesores ni entre los alumnos, su ausencia le importará en el fondo un comino pues no ignora que, lo pinte como lo pinte, nadie la quiere lo suficiente. No, “lo suficiente” sobra. Nadie la quiere y punto. ¿Por qué iban a hacerlo? Esas instituciones como en la que ella está ingresada desde que era un bebé ni dan ni esperan amor. Quien piense lo contrario es un cursi patético y un cretino. Y en realidad ella tampoco lo necesita; se las apañará muy bien sola. Lo único que quiere ahora, ahora que ya tiene quince años, es ser dueña de su destino, y Madrid, por poco pesquis que se tenga, seguro que le podrá proporcionar esa libertad fácilmente. Fingirá tener tres o cuatro años más y se convertirá en una hija de la calle como hay tantos, sí señor, pero por lo menos será libre… y sin tener que depender de nadie. Se dice a sí misma que el miedo que siente es solo a que la encuentren y la obliguen a meterse en el autobús de vuelta (de vuelta al orfanato, al maldito antro…) y que por ello tendrá que estar muy atenta y esconderse bien hasta que pase la hora de cierre. Supone que, por cubrir el expediente, al menos denunciarán su desaparición, pero ahí se quedará todo y los dos años y pico que faltan para su mayoría de edad pasarán pronto. Solo su terquedad le impide ver lo grande que es su miedo, las otras razones mucho más oscuras y evidentes y, en definitiva, lo indefensa e inexperta que aún es ante el mundo. Solo su corazón sin duda lo sabe con certeza y late alocado como si fuera el de un pequeño gorrión caído del nido.

………………………….

             Ha transcurrido un rato difícil de precisar desde que un campanario lejano dio la medianoche. Hace tiempo que la oscuridad es densa y las ordenadas casetas, en su disciplinada formación, parecen dormitar con las persianas echadas como blancos párpados de improbables cíclopes, bajo los pocos rayos de luna que consiguen escapar al abrazo del verdor. El silencio es, obviando el suave rumor del incesante tráfico nocturno circundante, casi total.
                Bastante más hacia el interior del parque en dirección al estanque, junto a  un sendero jalonado por bancos, la muchacha adolescente de roja y desgreñada coleta sale torpemente del tupido arbusto que le ha servido de escondite, sintiendo como un millón de agujillas el despertar de sus músculos entumecidos. Su cabello escarlata se ha vuelto ahora discretamente pardo en la penumbra que la envuelve pero el que su pelo llame o no la atención es lo de menos ya que, por fin, parece no haber nadie por los alrededores. El chico de la chupa de cuero debía haber hablado por no callar cuando dijo que cerraban a las diez… dos incómodas y largas horas más ha tenido que pasar agazapada hasta que el parque ha quedado definitivamente desierto y ha podido salir de su escondite. Pero apenas le ha dado tiempo a hacerse, ya erguida, una breve composición de lugar antes de que unos ahogados sollozos le sobresalten, descarnadamente magnificados en el silencio de la noche.
                Después de escuchar, petrificada y atenta, mientras la circulación de sus piernas cesa poco a poco en su hormigueo, la chica consigue calmarse lo suficiente como para que una urgente necesidad de saber qué significan esos lloros, tome las riendas. Intentando mantener el sigilo, la chica se dirige hacia donde parece proceder el sonido. Su origen no está lejos, apenas unos cuantos bancos más allá, pero ha sido la total quietud hasta entonces de aquella que acaba de romper a llorar la que le ha hecho fundirse, durante varias horas de alelada “ausencia”, con la oscuridad del parque. Y así hubiera seguido, completamente desapercibida, si ese llanto brotando sin anunciarse no la hubiera sacado de golpe de su perfecta invisibilidad.
                Quien sabe qué truculenta escena espera encontrar la joven pero, ahora que está a su altura, simplemente ve sentada en ese banco en sombras a alguien llorando, a una solitaria mujer de larga melena con el rostro escondido entre las manos, y a pesar de ser exactamente lo que prometían aquellos sollozos, ni más ni menos, es algo que de algún modo tranquiliza a la joven. No parece haber nadie más por los alrededores que le haya molestado o agredido y, sin saber muy bien el porqué de su audacia se acerca despacio al banco, confiando en no sobresaltar a su ocupante pero sin atreverse aún a alzar la voz para anunciar su presencia.
                Tampoco sabe explicarse a sí misma lo que la empuja a apoyar su mano en el brazo de la mujer que solloza pero, aunque el gesto induce a esta a asomar su rostro lloroso y mirar hacia arriba, ni antes ni ahora que está constatando la presencia de una extraña frente a sí, parece la mujer sobresaltarse demasiado. Lo que refleja su hermoso rostro es más bien desconcierto, una mezcla extraña de despiste y ensoñación pero sobre todo, como no deja de pensar la joven mientras la mira en silencio fijamente, una hondísima tristeza.
                Unos segundos después, la mujer manifiesta aceptar lo que ocurre sin querer hacerse demasiadas preguntas y se limita a dar unos golpecitos a su lado en el banco, en un gesto claro de invitar a la joven a sentarse junto a ella. Sin romper el silencio, tras unos instantes de desconcierto, la joven decide complacerla y se coloca a su lado en el banco. Ya no hay llantos que rompan el silencio y los sutiles sonidos de la noche en el solitario parque parecen querer arrullar a ambas mientras, sin cruzar palabra alguna, sin ni siquiera mirarse la una a la otra, fijos los ojos ante sí, se diría que ambas aguardan quién sabe qué.
Una alegre música de organillo comienza de pronto a escucharse muy cerca como si se tratara de otra hora completamente distinta y, en realidad, incluso de otra época en que aún hubiera organilleros en el parque del Retiro. Las dos ocupantes del banco, ahora sí, se miran la una a la otra, sorprendidas, pero enseguida la de mayor edad parece perder el interés y vuelve su rostro al frente, indiferente. Por su parte, la otra se ha levantado de un brinco y desea ir a investigar pero antes mira a la mujer pensativa, y descubre que no solo no le produce ningún temor o extrañeza su compañía sino que todo en su solitaria persona le transmite algo muy intenso, una rara mezcla de confianza y compasión difícil de ignorar. Sin haberlo planeado previamente, le tiende la mano y espera una respuesta. Al poco la mujer vuelve la mirada y parece sorprenderse de encontrar a la chica todavía allí pero también alegrarse por ello y, con una sonrisa casi de niña grande, con ojos un noventa por ciento tristes pero un diez incongruentemente risueños, toma la mano de la joven y se deja llevar en silencio.
                Caminan lentamente por el sendero y no tardan en llegar a una de las muchas encrucijadas del parque. El sonido persiste, alegre e invitador, y a él se suma ahora una luz, se diría que de camping gas, procedente del ramal de la derecha. Tomando esa nueva vereda, pronto llegan a la zona de las dormidas casetas de la Feria, en concreto a aquella área central en la que la línea algo sinuosa que parte de la puerta de la calle O´Donell parece enderezarse y   ensancharse antes de seguir atravesando el parque en esa agrandada dimensión, ahora convertida en doblemente rectilínea, separada en el medio por los distintos stands de empresas e instituciones. En el lugar al que ahora se aproximan, durante el día también suele haber pequeños tenderetes ambulantes, así que si no fuera por lo impropio de las horas y por ser ellas dos las únicas clientes potenciales que acuden al reclamo de esa pasada de moda melodía, la presencia del musical puestecillo no sería algo tan insólito. Una figura corpulenta sentada en una silla baja aguarda de espaldas a ellas pero, al parecer, ha debido de detectar su llegada porque, aunque no se gira, de pronto empieza a pregonar su mercancía al ritmo del organillo:
                ― ¡Souvenirs de la Tierra Hueca! ¡Souvenirs para pobres almas huecas directamente traídos de la Tierra Hueca! ¡Vengan, vengan a ver! ¡Seguro que encuentran algo a propósito para la ocasión! ¡Vengan a ver los souvenirs de la Tierra Hueca!
                Las palabras que escuchan no parecen tener mucho sentido para ninguna de las dos, pero la masculina voz que las profiere es tan hermosa y llena de matices que se sienten impelidas a acercarse al fulgor de aquella susurrante luz de gas. No obstante, alguien se les adelanta; seguramente procedente de otro de los senderos que allí convergen, diríase que este otro personaje aparece de la nada en el escueto perímetro iluminado. Las dos podrían haberle reconocido, ya que ambas han cruzado sus caminos con el recién llegado horas atrás―una por medio de un involuntario choque y otra a través de una pregunta cuya respuesta no sirvió de mucho― pero ni ellas lo recuerdan a él ni él a ellas y aunque alguno lo hubiera hecho, ninguno está en esos instantes pendiente de otra cosa que no sea el pregonero y su pequeño puesto.
                ―Ah, ya estáis aquí. Habéis venido los tres. Perfecto. Acercaos, acercaos, por favor.
                La más joven de las dos mujeres mira al chico con recelo tras su repentina aparición y ve un hilillo de sangre caer por su pómulo izquierdo, algo hinchado con respecto al derecho. Súbitamente se asusta no tanto por el desconocido en sí ―cuya atención, por su parte, sigue completamente focalizada en el individuo que les ha congregado en derredor― sino porque es ahora cuando comprende que ha sido una ingenua al pensar que el parque se quedaría desierto al caer la noche. Quizá el joven haya tenido un encontronazo con uno o varios guardias nocturnos o quizá con gente aún más siniestra pero lo que sí tiene claro ahora es que sola en aquella oscuridad ha corrido un peligro en el que en su inconsciencia no había pensado. También ella se acerca ahora a la luz con renovadas ganas, pues se suma la necesidad de rodearse de otras personas y escudarse en ellas, con lo que la mujer que sigue dócilmente sin soltarse de su mano, se acerca también situándose todos frente al hombre sentado, pero por más que lo intentan no son capaces de verle el rostro, las sombras parecen hacerse más densas en torno a su rasgos y solo su voz sigue invitándoles a que se acerquen, franca y acogedora.
                ―A estas horas, mis tarifas se vuelven de lo más competitivo―anuncia antes de soltar una risita, tras la que luego masculla: «ay, pero qué payaso soy… Pero, no, seamos serios». Vuelve a centrar su atención en los tres visitantes mientras retoma su saludo― Era una broma. En realidad, os ofrezco uno de ellos sin pediros nada a cambio. Digamos que son una especie de… talismán. Elegid el que más os guste― concluye, esperando su reacción con sumo interés.
                Los aludidos miran el contenido de la destartalada mesita y sobre un oscuro mantel aparecen desperdigadas muchas pequeñas figuritas antropomórficas de artesanía, como de hadas o duendes, con un cordel en la parte superior que indica a las claras su finalidad de ser colgadas al cuello. Mientras que los dos más jóvenes parecen no saber muy bien qué hacer, la mujer se suelta sin previo aviso de la mano a la que se sujetaba y toma una de las figuritas para luego mostrársela al vendedor como queriendo confirmar que puede quedársela.
                ―Sí, sí, póntela, ahora es tuya. Bueno, supongo que siempre ha sido tuya…― contempla compasivo a la mujer pasarse el cordel por la cabeza mientras comenta: ―Así que en tu caso se trata del miedo; estás llena de temor. Debe ser duro saber que poco a poco lo irás perdiendo todo, que irás perdiéndote a ti misma mientras vas hundiéndote en el olvido… Supongo que por eso has elegido a una diosa, y a una diosa guerrera más concretamente, porque quieres luchar contra esa pena y contra ese olvido. Sí, me parece perfecto, probablemente esa diosa incluso comience habiéndolo olvidado todo y luego, poco a poco… sí, definitivamente creo que has hecho una buena elección…
                ― ¿Pero qué significa todo esto? ¿Es que te estás queriendo quedar con nosotros?― le espeta, manifiestamente colérico, el chico. Tiene ya una de las figuritas dentro del puño, pues el cordel cuelga por debajo, y acompaña la pregunta de un agresivo gesto con dicho puño. Pero el hombre calla, ignorándolo y volviendo su atención hacia la más joven de los tres, la chiquilla pelirroja que ahora, inquieta, intenta ver con más detalle los rasgos de su figurita.
                ―Querida muchacha, tu elección también estaba bastante clara…― afirma, alegremente, ignorando aquellas últimas palabras y dirigiéndose a la chica―. Lo tuyo es un caso muy claro de soledad, desamor y, por consiguiente, de la profunda tristeza que eso acarrea. Tu figurita, al igual que la otra, es también bastante peleona y aventurera pero no se trata de una diosa ni falta que hace. Solo es una niña, como todavía lo eres tú también aunque te empeñes en negarlo, una niña que encuentra su hogar, un hogar grande, maravilloso y, sobre todo, lleno de seres que la quieren de corazón y a la que ella aprenderá a amar del mismo modo. Es una niña que un día será una mujer pero que antes habrá vencido a la tristeza y que, por lo tanto, vivirá una vida larga y feliz, sabiéndose dichosa y compartiendo esa dicha. Un destino verdaderamente hermoso, sí. Y en cuanto a ti, jovencito…
                Un estridente silbato hace callar al hombre cuando se dispone a hablar con el muchacho. Eso, sumado al atropellado correr de varios pares de botas en su dirección les informa que un grupo, previsiblemente de guardias nocturnos, se dirige veloz hacia ellos. Puede que la causa sea alguno de los allí reunidos y su extemporánea presencia en el parque o puede que no y que estén persiguiendo a otros intrusos pero en realidad da igual, el hombre del tenderete no parece querer quedarse a averiguarlo y sin mediar palabra, sin un gesto ni un saludo, pliega sus cosas y se pierde en las sombras en un visto no visto.
El joven vestido de oscuro, puede que escarmentado por algún encontronazo previo similar ―como bien podría dar fe, quién sabe, el rasguño del pómulo― no lo duda demasiado:
                ―Vamos, seguidme, tenemos que salir de esta zona sin árboles y meternos por los senderos pequeños hacia la parte más intrincada del parque. Corred.

………………………….
             
         Al poco rato están los tres sentados en un banco, jadeantes, y por el sonido cada vez más alejado del silbato parece que han conseguido dar esquinazo a aquellos que lo están usando. Es el joven el que vuelve a tomar la palabra.
                ―No sé qué opinaréis vosotras pero a mí me parece que ese tipo era un quincallero pernoctando en el parque y que, aprovechando nuestra presencia, ha querido exprimir a fondo el reclamo de la Feria incluso a estas horas, vendiéndonos algunas de sus baratijas. Cuando nos hubiéramos encaprichado lo suficiente con la de cada cual, hubiera venido lo de «soltar la mosca»… Bueno, pues lo que es yo, al menos, me pienso quedar con la mía. Por las molestias― concluye, colgándose también él la figurita del cuello.
                Después de un prolongado silencio en la que probablemente todos caen en la cuenta de que, en realidad, se acaban de juntar con dos absolutos desconocidos, parece que el joven, ya que es el que ha tomado la iniciativa a la hora de dirigirse a ellas, se siente en la obligación de dar un paso más.
                ―No penséis que yo suelo estar en el parque a estas horas ―dice, comprendiendo que ellas hasta podrían estar pensando perfectamente que es un delincuente o un pervertido―. De hecho, es la primera vez… lo que pasa es que me encontré con un par de tíos en una zona algo solitaria cuando ya oscurecía y precisamente estaba a punto de marcharme. Supongo que pretendían atracarme, así que yo intenté defenderme lo mejor que pude y, bueno… debí perder el conocimiento porque de lo siguiente que me acuerdo es de despertarme junto a un árbol cuando ya era de noche y el parque estaba cerrado.
                La penumbra reinante disipa en el chico la preocupación de que puedan observar su sonrojo. Pero qué mentiroso puede llegar a ser… La historia que les ha contado es casi verdad, pero no del todo; esos tipos no habían querido atracarle ni mucho menos, fue él el que eligió, más o menos conscientemente, a los que le pareció que podían dar el «perfil» y les provocó hasta conseguir la pelea que necesitaba para aplacar su cólera. Sí, le habían dejado algo machacado pero él también había repartido leña y ahora se sentía bastante mejor. Hasta que la presión volviera a ser insoportable… No era la primera vez que se metía en líos para sacar a flote su ira, pero sí la primera que no regresaba a casa por la noche y no serían un puñado de guardias jurados los que lo echaran de allí. Al pensar de nuevo en los guardias nocturnos comprende que ninguna de las dos va a creerse ni por un segundo que una pobre víctima de un atraco iba a optar por huir de la autoridad competente al oírla llegar y está por volver a tomar la palabra para decorar un poco mejor su mentira y, de paso, presentarse formalmente a ellas al tiempo que les pregunta sus nombres, cuando pasa algo sorprendente.
                Es una niña como de unos seis años con el pelo crespo más enredado que ninguno ha visto nunca y con unos ropajes demasiado grandes y de un aspecto extrañamente «vegetal». Viene corriendo por el sendero y, en principio les pasa de largo pero luego recula un poco y acaba plantándose ante ellos con una enorme sonrisa. Luego se lleva el dedo índice de la mano derecha a los labios pidiéndoles silencio en una prolongada “s” para luego decir en un susurro:
                ―Venid, deprisa, que no os vea.
                Y entre resoplidos de risas mal contenidas les insta, hecha un manojo de nervios, a que la sigan. Es tan exagerada en su caricaturesco sigilo y en sus incontrolables brincos de impaciencia, tal el encanto de su infantil desparpajo, que a ninguno de los tres les cuesta mucho acabar siguiéndola a la carrera hacia un grupo de árboles que conforman una especie de calvero. No tarda en aparecer aquella de la que se esconden los cuatro, bastante mal por cierto, ya que no les ha dado apenas tiempo de buscar un buen escondite y, si la primera les ha dejado sorprendidos, esta segunda les deja atónitos: es, incuestionablemente, de color verde.
                ― ¡Ah, te encontré, Ippuk! ¡Estás ahí! Sal ahora mismo, que te veo perfectamente. Y tráete a tus nuevos amigos contigo que los quiero conocer.

………………………….

                Al poco se encuentran los cinco sentados en círculo en ese mismo calvero, iluminados bastante intensamente por la luz de la luna. La mujer de piel verde y fieros ojos amarillos se dispone a hablar.
                ―Mi nombre es Gálora, ojos de fuego. Y ella―dice señalando a la niña, sentada junto a la chica pelirroja que  no deja de mirarla de hito en hito mientras estruja en su mano la figurita que cuelga de su cuello―, ella es Ippuk, moradora de los legendarios bosques cántabros. Las dos tenemos vínculos profundos con los árboles… quizá por ello nos gusta salir de aventura juntas― concluye sonriendo a la niña que le devuelve la sonrisa con entusiasmo.
                ―Pero la niña, Ippuk…―balbucea la muchacha que sigue aferrándose al colgante―… se parece muchísimo a la muñequita que me dio aquel hombre, pero muchísimo, muchísimo ¿cómo es posible…?
                ―A sí, el señor Piedra Palo, eso es porque yo seré tu madrina. Si tú quieres, claro…―dice la aludida mientras descansa unos segundos su manita sobre la rodilla doblada de la que está sentada a su lado, sonriendo―. Tu historia ha debido ser muy triste… y muy solitaria. Como la mía. Pero otra historia está aguardándote aquí, esta noche, en el parque del Retiro…
                ―Sí, aunque no será igual a la tuya; será otra― responde la mujer de la piel del color de las hojas, dirigiéndose a la tal Ippuk.
                Luego se vuelve hacia aquellos tres que tienen todos sus sentidos volcados en ella.
                ―Ha llegado el momento en que sepáis toda la verdad. Habéis de saber que todos los años, en este parque del Retiro, al terminar la Feria del libro es tal la acumulación de fantasía que se trasforma en verdadera magia. Es una magia muy poderosa que durante una sola noche, la última noche de feria, consigue que lo imposible se haga realidad. Las líneas que separan realidad y ficción pueden entonces llegar a hacerse tan finas que, por un breve instante, casi se puede decir que desaparecen. Si en ese momento existe un candidato idóneo y una persona que antes haya pasado por lo mismo le tiende la mano desde el “otro lado” y le ayuda a pasar a una nueva historia vital, quién sabe… Este año parece que de nuestra caseta sois tres, así que tres deberán ser también, por nuestra parte, los ayudantes. Y sí, en efecto, tu figurita se parece a Ippuk porque ella será la que amadrine tu tránsito al «otro lado», si así lo deseas.
                ― ¿Y entonces? ¿Tú…? ¿Yo…? En fin, ¿qué se supone que va a ocurrir ahora?― pregunta, trémula, la bella mujer de cabellos negros como quien despierta de un largo letargo mirando alternativamente su propia figura y los rasgos de la mujer de piel verde una y otra vez. En su mirada sigue habiendo mucho dolor pero también un nuevo brillo de algo parecido a la ilusión.
                ―Sí, como veo que intuyes, en efecto en tu caso yo voy a ser la que te conduzca hacia el umbral, si esa es tu voluntad. Tampoco yo me llamé Gálora en otro tiempo, ni ella Ippuk… Tuvimos vidas que ya no queríamos vivir y alguien, como ahora nosotras a vosotras, nos dio  en una feria del libro la oportunidad de vivir otra vida. Yo me convertí entonces en una poderosa hechicera… y, en cuanto a ti, el viento me ha contado que tu destino es convertirte en diosa, en una muy especial que empieza no sabiendo nada, habiendo olvidado todo lo que conocía y que, al explorar y, sobre todo, al amar, va recordando más y más hasta rescatarse a sí misma.
                ―Pero, ¿y yo? A mí nadie me ha dicho aún cómo sería esa otra vida que se me ofrece ― interviene de nuevo la chica más joven, insatisfecha de la explicación que se le ha dado.
                Ippuk se ríe con ganas mientras la intenta tranquilizar diciendo:
                ―A cada uno solo se le dice aquello que debe saber. La mayoría es sorpresa― otra carcajada vuelve a brotarle antes de seguir―. Tú harás un gran viaje, el más bonito y cautivador que puedas imaginar y en él no solo descubrirás tu hogar, sino un destino singular y hermoso y, por encima de todo, el amor compartido, grande y fuerte, los amores sería mejor decir, que hasta ahora te han sido negados.
                El chico de cabello castaño, que hasta entonces ha permanecido callado, deja por fin brotar su enojo sobre todo para ocultar al resto el miedo que siente de quedar excluido de todo aquello, de quedar al otro lado de esa puerta de salvación que parece abrirse ante las dos mujeres. Su tono es una extraña mezcla de burla y fingido desdén.
                ―Al parecer, a mi rescate no quiere acudir ningún hada madrina, así que toca fastidiarse y seguir aguantando esta miserable vida ¿verdad?― para su frustración, unas lágrimas inoportunas comienzan a rodar por sus mejillas pugnando por desbaratar su actitud―. Y eso que el tal señor Piedra Palo también dijo que yo cogiera una. Y la cogí. Con sus alitas y todo…
                ― ¿Con alas? A ver… déjame ver tu talismán, muchacho―dice Gálora con un tono tan autoritario que para en seco el derrotado llanto del chico y le induce a mostrar dócilmente su colgante ―Ah, claro, por supuesto…―murmura ella mientras cruza una inteligente mirada con Ippuk que se limita a asentir con entusiasmo.
                ― ¿Qué es lo que pasa? ¿Es que vuestra colega Campanilla ha cogido vacaciones o algo así?―dice el chico, haciendo a la desesperada una última intentona de mantener su tonta pantomima.
                ―Te estás colando, chaval, pues ni Gálora ni yo somos en realidad seres feéricos ―interviene de pronto Ippuk―, y te puedo asegurar que de todo eso yo sé un rato largo ―presume, pícara, con una mueca traviesa―, aunque has de saber que tu figurita en realidad tampoco representa a un hada… es un ángel y eso explica a la perfección porqué aún no ha acudido a ofrecerse como padrino de tu tránsito. Se habrá entretenido en la fuente ¿verdad, Gálora?
                ―Muy probablemente―reconoce la aludida―, pero el tiempo corre, así que quizá fuera mejor que acudiéramos a su encuentro. Vamos; acompañadme.
                No tiene que repetirlo una segunda vez y encabezados por un joven muchacho de profundos ojos castaños que no disimula demasiado bien su impaciencia, todos siguen presurosos a la verde hechicera por los senderos del parque del Retiro.

……………………

                No tardan en llegar a la fuente del ángel caído, famosa por ser una de las pocas dedicadas a Satán, y sentado en el borde de la misma un hombre, tan hermoso como sombrío, y tan rudo y viril en realidad que es francamente la antítesis de Campanilla o cualquier otra hada, se mesa los cabellos con la cabeza hundida entre los hombros mientras murmura:
                ―Yo soy Uriel, la luz de Dios, los ojos del Creador… y, en cierto modo, cómplice de que tú, hermano, volvieras tu mirada hacia esta pobre Tierra…
                Al percibir que no está solo, calla en su soliloquio y poniéndose en pie se dirige hacia el grupo y tras echarle un rápido vistazo en su conjunto, centra su interés en el muchacho al que, sujetándole por los hombros, engarza fieramente en su mirada mientras le dice:
                ―Sí, indudablemente solo alguien como yo puede ayudarte a pasar al “otro lado”, si es que es tu deseo; eso lo veo claro. Hay mucha cólera en ti. Ambos conocemos demasiado bien el Lado Oscuro… Perdona mi tardanza, me he dejado llevar por los recuerdos… y por el remordimiento… y he desatendido mi tarea. Discúlpame.
                En el rostro del chico no hay en absoluto resquemor alguno sino solo un intenso anhelo. Al igual que les ocurre a sus dos recientes compañeras, sabe desde lo más profundo de su corazón que está en juego algo crucial, y ahora sigue como ellas en silencio, aguardando expectante más explicaciones. Aunque no ve el menor atisbo de plumosas  alas que asomen por la chamarra de cuero, bastante similar a la suya propia, que luce el hombre de la fuente, descubre una majestad en su interlocutor que le hace tener la seguridad de que, por increíble que sea todo en aquella alucinante noche, está cara a cara frente a un ángel, y uno de muy alto rango además. Este, ajeno a los pensamientos del chico y a la sorpresa que acarrean al que siempre ha sido tan desconfiado y suspicaz como el que más, sigue hablando casi como para sí.
                ―En la nueva historia que se ofrece ante ti, muchacho, podrás llegar a ser nada más y nada menos que un rey, un rey muy joven pero sin embargo muy sabio que tras sufrir bajo el yugo de un padre tan poderoso como cruel y ver padecer igualmente a su querida madre, aceptará el reto de tomar las riendas de su destino renunciando a la ira en favor de la paz, y se gobernará a sí mismo con sabiduría creciente como requisito previo para gobernar algún día a todo un reino…
                ―Acepto― se oye el muchacho exclamar a sí mismo para su propio asombro, para su propia incredulidad. Jamás hubiera creído que pudiera anidar en su corazón tal anhelo, tal sed, aguardando precisamente aquel momento, y que ni más ni menos que esas feroces ganas hayan sido las causantes de creer ahora sin condiciones, de un modo tan acrítico e incondicional.
                Curiosamente, es ese fervor, esa fe, lo que acaba de disipar en las otras dos mujeres los últimos atisbos de suspicacia y les hace secundar confiadas al muchacho en su ferviente deseo por completar cuanto antes el proceso que les otorgará la oportunidad de una nueva vida.

………………….

                ―Si no he entendido mal, lo que nos queréis decir es que, solo por esta noche, existe la posibilidad de pasar a vivir en un libro, por muy disparatado que eso suene…―dice la mujer que camina por el sendero del brazo de la hechicera de ojos de fuego.
                ―… y que a vosotros os pasó igual, que también se os dio esa oportunidad y que por ello seréis los que nos mostréis la forma de hacerlo― le toma el testigo el muchacho que, caminando hombro con hombro con Uriel, parece una versión más juvenil de este; el parecido es innegable.
                ― ¿Significa eso que yo me adentraré en tu libro, que me iré a vivir contigo y con el rabadan, el pataricu, el gusapín… y todas las demás criaturas mágicas que me acabas de contar que pueblan los bosques cántabros? ¿Y ella también se irá con Gálora a Cirax? ¿Y él… y él irá al cielo, que es donde supongo que viven los ángeles?― concluye la joven pelirroja que camina de la mano de Ippuk como si fuera su querida hermanita pequeña, para mayor regocijo de ésta que se muestra feliz como unas castañuelas y que al oírla no puede evitar soltar una carcajada.
                Gálora también se sonríe pero es Uriel el que, con todo lo contrario a la alegría en los ojos, también se permite un atisbo de sonrisa antes de aclarar:
                ― ¿Al Cielo…? No, Neo-Babylon no es lo que se dice el cielo, preciosa―musita mirando a la joven fijamente. Luego se esfuerza por dulcificar el tono antes de proseguir, dirigiéndose ahora a los tres―. Ninguno iréis a los mundos a los que pertenecemos nosotros… Tendréis el vuestro, el que encaje en vuestro propósito. Lo que si os puedo decir es que, siendo el señor Piedra Palo la encarnación del espíritu de todos los escritores y escritoras de nuestra caseta (hay muchos otros, unos años más, otros menos, pero cada uno se encuentra con el que se debe de encontrar… este año habéis sido nada menos que tres los de la nuestra. El viejo maestro estará satisfecho con la cosecha, seguro…)
                Las carcajadas de Ippuk no han cesado del todo sino que más bien se han ido haciendo más y más ruidosas y cuando el ángel le mira levemente irritado ella se disculpa diciendo:
                ―Perdona, Uriel, mi muy querido Uriel… pero es que estaba pensado en «mi chica» y en lo que acaba de preguntar― aclara mirando con cariño a la joven pelirroja―. Si los signos no se equivocan, y jamás lo hacen, está claro que su historia, aunque también estará llena de personajes extraordinarios, tendrá un escenario del todo contrario a lo que es mi querido bosque…  Más todavía; podría decirse que le espera un escenario muchísimo más húmedo que el más húmedo de los bosques ¿no os parece?―termina, soltando otro resoplido de hilaridad.
                Como respuesta, las sonrisas del ángel y la maga brillan deslumbrantes a la luz de la luna pero en ese momento, al girar el grupo el último recodo que les vuelve a llevar a la zona de las casetas, más o menos al lugar donde encontraron al señor Piedra Palo, otras luces acaparan toda su atención.
                Tanto a la derecha como a la izquierda, brillando con una luz indudablemente mágica, algunas casetas se muestran abiertas junto a otras que continúan tan oscuras y con la persiana tan echada como era de esperar. Y sin embargo, algo en la mente de los tres elegidos les dice que para alguien de fuera del asunto, como por ejemplo los eventuales guardias nocturnos que pasen en su ronda por allí, todo se presentará a la vista igual de hermético y silencioso.
                ―Como veis hay más afortunados, además de vosotros tres… cada año pasa lo mismo; la última noche de Feria todos van quedándose rezagados en el parque por uno u otro motivo y acaban contactando con algún espíritu de alguna de las casetas, que a su vez les impondrá alguna señal para que sean identificados por alguno de nosotros: aquellos personajes de las novelas que un día también fuimos viajeros en tierra extraña y que, cuando casi habíamos perdido la esperanza, tuvimos también esta oportunidad que ahora se os brinda. Nuestro destino en concreto está en la caseta 299, en ella está el esfuerzo y el talento concretos de muchos que encarna el señor Piedra Palo, en especial el de una colección de narrativa que incluye fantasía, ciencia ficción y terror (aunque para este último es obvio que nunca ha habido demasiados candidatos…).
                ―Sí, este año nos ha tocado la 299,  más o menos enfrente del stand de la Real Fábrica de Moneda, no está lejos. ¡Vamos!― exclama, jubilosa, Ippuk, echando a correr hacia adelante sin esperar a nadie más.
                La chica pelirroja con la que ha hecho tan buenas migas y, tras ella, todos los demás, se apresuran a seguirla y no tardan en estar frente a una de esas casetas iluminadas desde dentro. Los últimos pasos los tres detienen el avance y acaban dando dichos pasos de un modo contenido, deliberadamente pausado, como si una parte de ellos recelara de pronto de lo que se fueran a encontrar allí.
                Los libros se muestran en ordenadas filas y brillan envueltos en una maravillosa luz dorada. La mujer, el joven y la muchacha los miran arrobados y, tras unos momentos de exploración visual, toman sin titubeos, casi en trance, uno de ellos y comienzan a hojearlo con avidez. No ven pues las sonrisas de satisfacción y complicidad que se cruzan los tres veteranos, veteranía que también queda confirmada con el mensaje inequívoco que se dicen sin palabras, solo con la mirada: «Todos, como siempre, han estado certeros en su elección. Que así sea».
                Tras un tiempo, imposible decir de cuánto tiempo se trata, minutos o horas da igual, en el que los tres permanecen imbuidos en sus respectivas lecturas, Gálora toma la palabra.
                ―El amanecer no tardará en llegar y a las seis se volverá a abrir el parque. Hay que darse prisa y tomar una decisión. Seguir con vuestras vidas o vivir otra… la de aquel que os aguarda en la portada del libro que ahora tenéis en las manos. Si decidís seguir hacia adelante, no recordaréis nada de vuestra vida pasada y formaréis parte de una nueva historia, es más, seréis su protagonista de un modo pleno.
                ―Bueno, Gálora, eso de olvidar para siempre no es del todo cierto―interviene Uriel, con una sonrisa de complicidad―. Tal noche como hoy, año tras año, podréis de nuevo recordarlo todo, pasado y presente… entonces, cuando salgáis a este parque a ayudar a otros como vosotros, rememoraréis vuestra vida anterior y tendréis la opción de volver a elegir…
                ―Sí, así es―le interrumpe Ippuk, con un libro de tapa amarilla titulado “El jardín de la duermevela” ya en sus manos―. Tal día como hoy tendréis siempre la oportunidad de volver a la vida “real”, en concreto al punto donde lo dejasteis y, si así lo deseáis, amaneceréis en este parque la última mañana de Feria como si nada hubiera pasado, allí donde lo dejasteis. Aunque os adelanto que jamás nunca nadie ha hecho uso del privilegio de «regresar» ―susurra, divertida―. En mi caso, acepto que hubo un día en que fui otra niña, una niña casi tan triste como tú―dice mirando a su nueva amiga―, pero cada vez que me acuerdo, cada vez que salgo a buscar a gente desgraciada que necesita otra oportunidad, sé que quiero ser Ippuk… y que siempre lo seré. Confío en veros el año que viene, y veros como ayudantes y ya no como meros visitantes; nos daremos un buen paseo por el parque a la luz de la luna. Adiós―dice, alzando la voz a modo de despedida. Luego abraza con todas sus fuerzas “El jardín de la duermevela” en el que su rostro reluce como el sol y mientras esa luz dorada se intensifica, la niña se va diluyendo en ella hasta acabar desapareciendo. Gálora recoge el libro, tirado ahora en el suelo, lo deja en la fila correspondiente y toma otro diferente, uno que lleva su nombre como título y en el que ella misma le devuelve la sonrisa, con su rostro verde y sus ojos de fuego.
                ―Adiós, amigos. Yo también espero veros el año que viene por estas fechas… Me muero de ganas de volver a Cirax. Adiós, Uriel, hasta la próxima vez, mi querido ángel. Neo-Babylon es un mundo difícil pero recuerda que siempre, tanto a ti como a mí, nos quedará la esperanza…
                La hechicera acompaña esas palabras con una sonrisa de despedida y, procediendo de un modo semejante a Ippuk, no tarda en dejar caer su libro en el montón del mostrador al tiempo que desaparece en las entrañas del mismo.
                Por su parte Uriel, así mismo impaciente por partir, sujetando un libro en tonos azules y negros llamado “EL ocaso de los ángeles” en el que se le ve de perfil, serio y cabizbajo, también les quiere dirigir su particular adiós.
                ―Poco queda por decir… pero los arcángeles siempre hemos sido los más formalistas del coro angelical, así que me vais a permitir una licencia. Habéis elegido los libros que todos esperábamos, así que si os decidís a dar el paso, está claro cuáles serán vuestros nuevos nombres. No sé, ni en realidad me importa, cuáles son los antiguos (yo también tuve uno, y tampoco me importa en lo más mínimo…), pero permitidme que me despida llamándoos  por estos otros por primera vez. Quizá os suene algo extraño, pero esa extrañeza no durará mucho. En el momento que entréis en «vuestra historia», toda vuestra vida será esa y nada más que esa.
                Permanece unos segundos en silencio y luego va posando la mano en el hombro de cada cual.
                ―Adiós, Rielar. Tu vida en los Reinos del mar será gloriosa… y sobre todo estará llena de amor. Más amor del que te atreviste a soñar en tus más locos sueños. Te lo puedo asegurar.
                ―Adiós, Maltés. Serás un gran rey; rey de tu reino, rey de tu propia existencia… e incluso rey de tu propia ira y tus conflictos. De ellos está hecha la vida. Te lo puedo asegurar.
                Solo queda la mujer de cabellos negros pero aquí Uriel titubea un poco antes de proseguir.
                ―Tú también tendrás un nuevo nombre… pero no lo puedes saber aún. En este mundo hubieras ido perdiéndolo todo pero en la Tierra incontable, pues es allá a dónde vas, lo irás recuperando todo… incluido tu nombre, claro. Puede que al principio tu ignorancia te asuste un poco, pero solo será al principio. Luego todo irá a mejor… hasta hacerse magnífico. Te lo puedo asegurar.
                Y, diciendo esto, se aparta un poco, estrecha entre sus brazos “El ocaso de los ángeles” y, al igual que en los dos casos anteriores, se hace uno con la luz intensa y el libro cae al suelo, sin nadie que lo sostenga.
                Tras recogerlo, los tres que aún permanecen allí y que no han soltado su libro en ningún momento, se quedan mirando sus respectivas portadas y a aquellos que aparecen en ellas como en un espejo, en solemne silencio, bajo el fulgor de esa mágica claridad que sigue brotando desde el interior de la caseta 299.
                ―”La marca del guerrero”―lee el chico―. Sí, supongo que todos estamos marcados de una u otra manera… Él… Yo… bueno, él y yo… su nombre al parecer es Maltés… tiene en su cabeza una corona… pero también una lágrima en la cara…
                ―Siento la certeza de que mi historia será muy, muy larga―murmura mientras tanto la mujer morena―, que en realidad esta es solo la primera de muchas más… “El despertar”, ¡qué hermoso título! Sí, yo quiero realmente despertar. Eso es todo lo que quiero.
                La joven pelirroja no dice nada, se limita a mirar a esa otra chica tan igual a ella que le devuelve desde la portada su inquisitiva y bella mirada «Rielar…»… esa seré yo, esa ya soy yo… «… y los Reinos del mar», e, igualmente, ese será mi verdadero hogar, piensa. Y, sin más, sonríe con una gratitud y una alegría tan grandes que casi no se cree capaz de sentirlas y procede con determinación a abrazar con todas sus fuerzas el grueso volumen que tiene en las manos. La caseta se ilumina entonces aún más y la chica también desaparece sin dejar rastro. Bueno, puede que uno muy pequeño sí, un sutil olor a mar que desaparece pronto con la brisa.
                Apenas un puñado de segundos después, tras cruzar una cómplice y jubilosa mirada de anticipación, la mujer y el joven hombre abrazan sus libros y también desaparecen. Entonces la luz de la caseta se apaga y las primeras luces del amanecer revelan que dicha caseta siempre ha tenido, como ahora mismo tiene, la persiana bajada.

……………………….

Al día siguiente, domingo, quedando un par de horas para que se dé por concluida la feria del libro de Madrid 2014, en la caseta 299, tres autores, dos mujeres y un hombre, hacen las últimas ventas e intercambian pareceres con los últimos lectores. Pero, a ratos, también encuentran hueco para  charlar entre ellos y conocerse un poco mejor. En uno de esos huecos, alguien comenta:
                ―Y, bueno, ahora que esto se acaba hasta el año que viene, me surge una pregunta: ¿vosotros cuál creéis que es el propósito último de todo esto?― inquiere, señalando hacia adelante mientras hace un gesto con el brazo que parece querer abarcarlo todo.
                Los demás, que siempre han tenido varias explicaciones en la punta de la lengua preparadas para dicha cuestión, esta vez quizá porque el cansancio acumulado aquellas tres semanas les contiene, guardan silencio meditando su respuesta. Y, poco a poco, los tres van volviendo su mirada hacia su respectiva obra, mirando con ternura a aquel que aparece en la portada―en esta ocasión, a saber, un joven rey luciendo lágrima y corona, una hermosa diosa escoltada por un unicornio y un enorme gato y una muchacha pelirroja convertida en lo más parecido a una sirena bajo los Reinos del mar―.
                No hace falta que nadie diga nada. Si te paras a pensarlo, sólo existe un propósito.